Era la voz del decoro personándose
en la sala del sufragio,
atildada, honorable, consensuada,
dueña de su resonancia,
entretejida en cada una de las marcas
que hacían acto de presencia,
avenida en las mangas gemelares;
era el voto favorable en las solapas,
en los altos vuelos del vestido.
palabras de honor, fular al cuello,
apliques de naturalezas arcádicas
en los cabellos penosamente ensortijados,
la historia repitiéndose paño a paño.
Era la sala del sufragio en el mundo convenido
por la mayoría absoluta de los asistentes,
el orden, la ley que nos damos
para ser entre todos como todos,
el uniforme de las masas, la secta humana
que acude cada semana a sus deberes
en la cañada de sus fiestas de oropel,
el trago rasgando el gaznate
con aridez empapada de insatisfacción,
casi a golpes con la fatuidad de ser,
sin margen: manos en alto,
esto es un atraco, soy el hombre, y la mujer,
y la resistencia aproximando sus babas
hasta cansarse con el baile,
con el poder fácil rebosando las copas
de tanto sufragista en el dintel de lo nuestro.
Era la voz del otro ocultándonos,
mientras aprobamos reglas del espanto
y vamos siendo los perfiles del fracaso
que apresura el desahogo.
Ni siquiera nos consienten el silencio
entre tanto ruido de silenciosos,
entre voces sin voz que ausentan lo presente.