Poesía

Eso que te has perdido.

Los días comienzan con el mundo a su espalda,
dejan ver diminutos pájaros sobre sus hombros,
un cabello rubio reconocible en trazos desvaídos,
sediciosas cicatrices que imitan el vuelo del alba,
frágiles intentos que traspasan la umbría del salón
y se posan sobre ella, en diminutas formas
de inédita libertad.

Le cuesta sonreír; pero sonríe. Antes de irte,
hiciste un buen trabajo con su sonrisa,
todavía se intuyen las marcas del celofán
con que tapabas la boca de su atrevimiento,
la pegajosa alarma se adhería
con rabia a cualquier palabra que te ridiculizara.

A pesar de ti, envejece y vive heroicamente,
su deterioro la ha transformado en su leyenda,
cada día se esfuerza por conservar
la casa vieja, en pie sobre sus viejas piernas.
Sus brazos, delgados e inseguros, colocan
cada hueso en la posición que la recuerda,
y las fotos por doquier que la rehúyen,
viven por ella sin que nadie note su ausencia.

Hay tanto que contar de ese pasado
que tanto ha resistido, tanto apego
a las pesadas cuentas de un rosario
que todavía recorre con renovado peso,
desagravio y pena disputando su sagrado espacio.

Entretanto, sonríe; vemos juntos pasar
las horas ajenas al tiempo por el televisor,
conversamos de todo lo que puede
retener su voluntad de decir algo, lo que sea.

Pongo a prueba lo que queda de su acento
y me consuelo con mínimos progresos;
parece que sigue aquí, conmigo,
no se ha ido del todo, es posible que regrese,
porque tú la mataste con esa agonía lenta
de no vivir siquiera lo que la vida nos debe.

Me asusta que pueda saber de tus tinieblas
en alguno de sus devaneos por el más allá,
cada vez que se pierde en su marasmo
y el entendimiento no parece de este mundo,
y la palabra cae desprovista de su significado
con la sonoridad de algún remoto lenguaje,
sin la acústica de los órganos que se despiden
poco a poco y fallan con las letras grandes
del anuncio sordo de un tiempo escaso y breve.

Subo la persiana para que la luz del día
se una a la luz de la lucha por seguir viva,
y ahí está ella, sigue a mi lado,
como siempre estuvimos cuando la pegabas,
o cuando yo jugaba con mi soledad en la esquina
de la mesa donde cauterizaba el miedo
con mis pequeñas manos de soñador sin rima.

Horas y horas de plastilina para recomponer la escena
de mi infancia, horas y horas de sentido
en medio de la turbulenta burla de mi nacimiento;
estratos de un sedimento en el reloj parado
de tu siniestra maquinaria cuando llegaba tu momento,
el del grito atroz, sanguinolento, la hora del puñetazo,
del impacto, del llanto, del lamento,
de esta madre que hoy aparto de tu reloj cautivo
a un reloj de arena, grano a grano de mi tiempo,
grano a grano del amor que nos debemos por tu culpa,
ese decir te quiero al caer la noche de lo incierto,
esa cita con el átomo en cada indicio de una vida buena.

Fuera de ti, abro la ventana para que entre el aire del viento
que me había prohibido: mi reencuentro, el suspiro
que advierte la luna flotando sobre la cabeza de mamá
en un globo de la noche, lleno del aire repuesto de mi alivio,
ligero de esa oscuridad vigilante que ahora nos ve alejándose.

Veo que sigue sonriendo, que sigues muerto, que vuelvo
adonde lo dejamos al principio: al pecho, a los brazos, al mimo,
a esa forma de nacer que habíamos desterrado al aire por tu asfixia,
a esa vida que nos une a todas las demás, a eso que te has perdido
por morir antes de sazón, por tanta inquina en la busca del adulterio
bajo la cama, tras la cortina, en tus babas, en cualquier lugar propicio
para esconder el sexo de los objetos que te ignoran
cuando te abres la bragueta y no hay ninguna mujer en tu escondrijo.

Y todavía te tuve que llorar porque no dejas de ser una víctima
de tu desequilibrio, una vida no merece su final sin apenas motivo,
te moviste por la destrucción como un cascote de tu pervivencia
y con él nos golpeabas, y todos nos golpearon hasta desmoronarte.