Poesía

La grandeza.

Grandeza de no derrumbarte
a pesar de cargar con tu escombro
sobre la torcida espalda de tu vida,
de aguantar la cuchara en mis labios
mientras sangrabas por dentro,
sudabas tus lágrimas, y yo tenía que comer.

Grandeza de no poder amarme como querías
y llevarme hasta el último hálito de tus fuerzas
tan cerca de ti que alguna vez me pareció latirte;
grandeza de dolerte sin que me diera cuenta,
aunque ya lo supiera, aunque callara
para hacer del silencio tu mejor abrigo
después de tanto ruido rondando tu doliente cabeza.

¿Cuántas veces la herida te trajo para sí,
te hizo creer que las marcas
de los golpes que habías escondido
en la bañera valdrían la pena,
y seguiste a tu pesar en la tarea de fregar
los platos manchados con las miasmas
de tu agresor, lavar la ropa sucia de su sucio cuerpo,
y aguantar el vómito por todos nosotros?

¿Cuántas veces te volviste loca y te señalaron?

Yo siempre vi en ti a mi madre, a mi arroyo,
al inagotable y estrecho curso de amarte,
a la emergencia de tenernos en un manantial,
a la mujer valiente que me mantuvo en alto,
a la luchadora contra el encarnizamiento
de aquello que no te atreviste a concluir:
golpearle con la fuerza de su debilidad,
abandonarlo a la confirmación de su escoria
como única consorte de su delirio.

Y no haber concebido ningún fruto de su ira,
haber dejado la vida para lo que está hecha:
para llamarse a sí misma y ser oída,
no para morir de soledad en la sordera,
no para el azar del acierto en algún despiste
de la dolencia que azuza la enfermedad.

Grandeza de haber hecho lo que pudiste,
grandeza de haber llegado hasta aquí,
grandeza de no deber perdón a nadie,
grandeza de haber dado vida sin tenerla
y, aunque derramaras sangre en el camino,
nunca fue la que nos une,
esa la contuve con mi boca en tu oído.