Poesía

El peso en equilibrio

Han pasado los años con su exceso de rabia,
tremolando el tiempo con ráfagas de pena,
retortijando el haz de luna
hasta conseguir el perfecto vergajo,
acariciando los azotes tempranos en el niño tardío,
llorando en consonancia con el flujo
de las mareas, igual que arena nocturna,
empapado de la noche supurante,
embadurnado a la luz del sol de esa fibra suelta
de los adentros vengadores
que había dejado fuera por canalla,
por dejarme hacer con la materia descorchada
de infames fiestas; por beberme
hasta dejar sobre la mesa el vaso vacío
y creerme en el vidrio reflejado lo más vibrante,
lo más intenso de la presencia frágil,
del miedo a las orillas en la altura
a la que me subió la avidez de las burbujas.

Sí, he sido la sombra palpitante que descorría
la cortina con la mano abierta de incertidumbre,
la huella de algún ser evaporándose
tras el delirio de la extraña jornada de mis ventanas,
de mi techo, de mi casa solariega: de lo mío.

He creído ser alguien cuando más lo necesitaba,
refocilándome en juegos identitarios
que despertaban mis vecinos del alba,
apostando a no caer otra vez en la baraja.

Sí, cuántas maneras de despertar habré ensayado
hasta llegar aquí, con las legañas bajo las uñas
de los umbrales de mi espanto,
despojado del miedo, inmediato, sin preámbulos
absurdos que necesite hacer creíbles a los sordos
de pensamiento libre, a los programadores de la verdad,
a esos ínclitos defraudadores de la esencia
atravesados con su sarta de valores, como espetos
de preferencias inconfesables a los que hincar el diente,
vísceras grasientas en el trabajo de una impropia maquinaria
y no la humana combustión de las estrellas;
cuantas maneras de ser los excesos de otro hombre
en el presidio de su infancia, un preso más entre tantos
que parecen adolescentes por negarse a crecer
bajo la amenaza de las canas, a pesar de la mirada macilenta
con que aprendemos a mirar la decadencia: sólo la nuestra.

A todos esos que fui, aunque fuese un poquito,
les digo que sigan comprando cada año sus putas corbatas
con que apretarse el cuello de vivir su elegante asfixia;
les digo que sigan pagándose a plazos de cumpleaños,
que sigan acaudalando su nombre en el estanque
y no en el delta del río que nos lleva,
que sigan levantando los pórticos de los burdeles con sus falos
instruidos en los mejores colegios, donde enseñan de memoria,
donde follan escondidos como alimañas entre cubos de basura
y hablan del bien y del mal en bocas agrandadas de hipocresía,
mientras mal respiran, mal comen, y bien conspiran las bondades
entre los creyentes de la nueva religión;
les digo que sigan abriendo sus regalos por si alguna vez
estuvieron envueltos y no han visto el lazo azul en sus cabezas;
les digo feliz Navidad, y feliz día de lo que prefieran
si eso ayuda a mantener sus trampas lejos de mi paso distraído.

Sí; ahora soy el que se deja ir, el desgarro propicio
que me impele a ser cuanto en mí nace,
porque no es cierto que uno sea el que deja el útero
sino el eco aromado e incesante de su propia muerte,
la implacable transformación que nos susurra,
el hoy del ayer, el ahora de antes, el nunca de siempre,
la vida que renueva el aire de su angustia,
vida al fin, vida que mece la mullida cuna de la existencia
ahora que soy el que muere y ya no soy el nacido.

Ahora soy el que se deja ir, el que cuida a la madre,
porque nadie nació al descollar del parto,
nacemos cuando la madre muere
y la vida que se va nos llena como nunca nada
había llenado nuestras despedidas,
y solamente entonces comprenderemos
que vivir fue tan solo la preparación al nacimiento
en la vida que va y vuelve, en la muerte que nos crea.

Y una y otra vez nos empeñamos en dañar a la placenta
con nuestros odios, con nuestra insidia, a golpes, a guerras,
a incendios de vanidades en frondosos bosques de avaricia,
con arcadas de hambre, con batidas de bestias entre inocentes,
una y otra vez celebrando el aborto sobre la madre herida.